Uruguay es un país peculiar. Tiene nombre de un río y se dice que el vocablo viene del guaraní. Según Juan Zorrilla de San Martí es el "río de los pájaros pintados" y quién soy yo para contradecir al poeta de la patria.
Es un país sin sobresaltos, incluso en su geografía. Con 500 kilómetros a lo largo y ancho llegamos a sus bordes.
Nunca me he apegado a un lugar en particular. Tengo una facilidad de adaptación que roza la inconsciencia. No me causa pánico, como a muchos compatriotas, vivir en cualquier país. Si no considero esa ocasión en el centro de África cuando un grupo de negros armados detuvo el vehículo en el que iba para verificar nuestras intenciones, no me he sentido étrangère en otro país que no fuera el mío. Nada nuevo hay bajo el sol. Los lugares y la gente son esencialmente iguales, los mismos deseos, las mismas debilidades, el mismo amor y odio consumen las mismas mentes. Buenos y malos hay en todos lados.
Sin embargo, viene creciendo en mí una sensación de bienestar de vivir aquí que le está ganando la pulseada a mi curiosidad por el mundo. Es muy probable que esté asociado a la belleza y soledad de campos y playas uruguayas. Aún en febrero, puede uno caminar en la mañana sin ser interrumpido siquiera por la presencia de otra persona. A veces habrá que compartir el paseo con alguna gaviota, pero no somos muy exigentes.
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