sábado, marzo 27, 2010

Donde el error no existe, Henrique Fialho

Versión original del portugués aquí: Antologia do esquecimento

No llegues tarde a mi hora. Si puedo darme al desplante de haber llegado tardíamente a mi tiempo, no puedo consentir que los demás lleguen tarde a mi hora. Sería desesperante esperar más de lo que me es permitido esperar. Y solamente me es permitido esperar lo suficiente para que toda la esperanza deje de tener sentido cualquiera. Como en el jazz tocando en las caves de Paris, hay muchos caminos en la encrucijada de las falsas esperanzas. Por eso no llegues tarde. La vida me ha ofrecido algunos sinsabores. Nada comparable a la ligereza con que ciertas mujeres balancean las caderas en el interior de las tiendas donde buscan el confort de los días, nada comparable a la lluvia pequeñísima que cayó en la noche para ahora estar escurriéndose en los vidrios como una especie de nostalgia que nos escurre en la piel. En fin, ninguno de los sinsabores que la vida me ofreció se compara a la insoportable superficialidad con la que algunas almas miran sus propios cuerpos. Y yo me zambullo en el agujero solitario de esta pobreza y pienso que la felicidad es un derecho a la alegría, pienso que todo ser humano tiene, anda a saber, el derecho a la alegría, y que si esa alegría puede ser encontrada en cosas tan banales como el color correcto para las sillas de casa, el tono más adecuado a una piel trigueña, entonces, ¿por qué diablos he de espantarme con ese derecho a censurarme por no ser así? Sabes lo que me hace falta, esas noches en las que pasaba el tiempo escuchando Sam Prekop mientras la botella de vino tinto desaparecía lentamente adentro de un cuerpo que ya nació cansado. Tú sabes la falta que me hace el silencio de las páginas de los libros, aún cuando imprimen en el ritmo de la lectura un ruido estático, una especie de accidente sin causa, un barullo que no puede ser escuchado porque está adentro de nosotros, nadie puede compartirlo con nosotros, no lo podemos distribuir por el mundo como quien distribuye pisadas en la arena. Lejos están los días en los que podía darme el lujo de estar todo el tiempo maquinando con los dedos sobre la superficie de un cuerpo, en los que podía golpear levemente con las manos en las nalgas y hacer de ese gesto el momento alto de una musicalidad que se fue. Lejos están los tiempos en que tus ojos me transmitían la musicalidad de los espanta-espíritus. Réstanos ahora recuperar la memoria de los días y de las noches en que pedíamos para que nadie se fuera con una convicción que traía al pedido un deseo incuestionable, porque ahora no pedimos a nadie que no se vaya, simplemente mostramos aquel espanto hipócrita que se muestra a alguien que se va, simplemente preguntamos ¿ya? Como si ¿ya? no quisiera decir finalemente solos. ¿Qué cambió? Los violines aún lloran, los ritmos brasileros no fueron revocados, el jazz se mantiene como un impulso que llora de risa por no tener por qué llorar. Pero parece haber una penumbra sobre los rostros y parece que de la penumbra los rostros surdan todos deformados, como si fuesen fantasmas, como si ya nada fuese orgánico, palpable, concreto, como si fuésemos meras conjugaciones de números, códigos que simulan presencias, imágenes cifradas. Tú sabes lo que me hace falta. No hubiese sido forzado a este escandaloso estado de muerte, donde los juegos son ejecutados con adversarios sin rostro, no me hubiese quedado del lado equivocado del tiempo incierto, no hubiese mi existencia sido transformada en cualquier forma de entretenimiento mal pago, y yo no estaría aquí deshaciéndome en palabras inútiles. Tú sabes de lo que siento falta. Siento falta de la música donde embarcaba para puerto incierto, siento falta de una cierta oscuridad que escapa a estos velos cibernéticos bajo los cuales disimulamos la vida, siento falta de la práctica que no me llevaría a bajar el rostro al galanteo de la chica brasilera que me sirvió hoy el café, siento falta de aquella seguridad con que tomábamos la guitarra abandonando las cuerdas al sonido del viento y luego escupíamos hacia el costado el fusilamiento de las horas, las notas al lado, los acordes fallados, porque todo era tan espontáneo, todo era tan improvisado, todo era sin cualquier tipo de escena armada, todo era tan sin ensayos que hasta el error parecía cierto y la falla no nos obligaba a recoger los ojos en el fondo del vacío.

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