El tratar de olvidar los años probablemente sea uno de los más patéticos defectos del ser humano. Se tiene la edad que los años indican, más allá de las cirugías y las canas teñidas. Creer que se tiene treinta años, cuando se tiene setenta u ochenta e intentar burdamente seducir a mujeres más jóvenes, en un intento de volver a los años mozos, es una forma de ceguera que no hace más que ponerlos en ridículo. Provoca pena y asco.
El poder seduce, dicen unos. Tal vez sea así para algún tipo de mujer que les provoca las abultadas cuentas bancarias de viejos decrépitos, en un anhelo diario que la muerte los lleve y heredar lo único que les da un poco de satisfacción. Esas mujeres no tienen siquiera la decencia de ejercer la prostitución a cara descubierta. Pero, por suerte, son la menos. A las demás, las cuentas, los autos importados y las innumerables casas de veraneo valen lo mismo que una mierda de perro en la calle: huelen mal y más vale esquivarlas para no contaminarse con tanta hediondez.
Los abuelos deberían dedicarse a leer libros a sus nietos, tirarle pan a las palomas y mirarse de vez en cuando al espejo para no olvidar que los años pasan y no existe suficiente dinero en el mundo para revertir el tiempo.
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