sábado, diciembre 05, 2009

El Final - Samuel Beckett

Ahora avanzaba a través del jardín. Había esa luz extraña que cierra una jornada de lluvia persistente, cuando el sol aparece y el cielo se ilumina demasiado tarde para que sirva ya para algo. La tierra hace un ruido como de suspiros y las últimas gotas caen del cielo vaciado y sin nubes. Un niño, tendiendo las manos y levantando la cabeza hacia el cielo azul, preguntó a su madre cómo era eso posible. Vete a la mierda, dijo ella. Me acordé de pronto que había olvidado pedir al señor Weir un pedazo de pan. Seguramente me lo hubiera dado. Lo pensé, durante nuestra conversación, en el vestíbulo. Me decía, Acabemos primero lo que nos estamos diciendo, luego se lo preguntaré. Yo sabía perfectamente que no me readmitirían. A gusto hubiera desandado el camino, pero temía que uno de los guardianes me detuviera diciéndome que nunca volvería a ver al señor Weir. Lo que hubiera aumentado mi pesar. Por otra parte no me volvía nunca en esos casos. En la calle me encontraba perdido. Hacía mucho tiempo que no había puesto los pies en esta parte de la ciudad y la encontré muy cambiada. Edificios enteros habían desaparecido, las empalizadas habían cambiado de sitio y por todas partes veía en grandes letras nombres de comerciantes que no había visto en ninguna parte y que incluso me hubiera costado pronunciar. Había calles que no recordaba haber visto en su actual emplazamiento, entre las que recordaba varias habían desaparecido y por último otras habían cambiado completamente de nombre. La impresión general era la misma de antaño. Es verdad que conocía muy mal la ciudad. Era quizás una ciudad completamente distinta. No sabía dónde se suponía que debía ir lógicamente. Tuve la enorme suerte, varias veces, de evitar que me aplastaran. Estaba siempre dispuesto a reír, con esa risa sólida y sin malicia que tan buena es para la salud. A fuerza de conservar el lado rojo del cielo lo más posible a mi derecha llegué por fin al río. Allí todo parecía, a primera vista, más o menos tal y como lo había dejado. Pero mirando con más atención hubiera descubierto muchos cambios sin duda. Eso hice más tarde. Pero el aspecto general del río, fluyendo entre sus muelles y bajo sus puentes, no había cambiado. El río en particular me daba la impresión, como siempre, de correr en el mal sentido. Todo esto son mentiras, me doy perfecta cuenta. Mi banco estaba aún en su sitio. Se le había excavado según la forma del cuerpo sentado. Se encontraba junto a un abrevadero, regalo de una tal señora Maxwell a los caballos de la ciudad, conforme la inscripción. Durante el tiempo que me quedé allí varios caballos sacaron provecho del regalo. Oía los hierros y el clic clac del arnés. Después el silencio. Era el caballo quien me miraba. Después el ruido de guijarros arrastrados en el barro que hacen los caballos al beber. Después otra vez el silencio. Era el caballo quien me miraba otra vez. Después otra vez los guijarros. Después otra vez el silencio. Hasta que el caballo hubo acabado de beber o el carretero consideró que había bebido suficiente. Los caballos no estaban tranquilos. Una vez, cuando cesó el ruido, me volví y vi el caballo que me miraba. El carretero también me miraba. La señora Maxwell se hubiera puesto muy contenta si hubiera podido ver a su abrevadero prestar tales servicios a los caballos de la ciudad. Llegada la noche, después de un crepúsculo muy largo, me quité el sombrero que me hacía daño.

Deseaba estar otra vez encerrado, en un sitio hermético, vacío y caliente, con luz artificial una lámpara de petróleo a ser posible, cubierta con una pantalla rosa preferentemente. Vendría alguien de vez en cuando a asegurarse que me encontraba bien y no necesitaba nada. Hacía mucho tiempo que no había tenido verdaderas ganas de algo y el efecto sobre mí fue horrible.

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