Existen esos momentos en la viva que son absolutamente sublimes: el enamorarse, el sufrir por ese amor que tuvo su ciclo y debió terminar, el escuchar la voz de un amigo que hacía tiempo no compartías, la posibilidad de reencontrarlo en pocas horas, observar (en silencio) interactuar a una familia que proyecta amor, reencontrar lugares que nos transformaron, probar que no existen límites para el conocimiento, sobrevivir a un portazo, saber decir que no a un nuevo amor porque el autoamarse exige mucho más que el amar, decir sí a los desafíos, creer en lo imposible, no perderse en una ciudad desconocida, planear vacaciones y darse cuenta que precisamente coinciden con la de ese amigo que estuvo tan lejos y que estará a unos pocos kilómetros, sentir la brisa del viento entrar por la ventana y recordar el gélido frío en el Palacio de Versalles, recorrer las calles de Montmartre, creer por instantes que en algún momento, en el espacio/tiempo hice parte de esas calles de piedra, querer volver, pero sin querer hacerlo, nuevos reencuentros, rostros antiguos queridos, calles, plazas, bancos, puentes, crêpes, muchedumbre, láminas, museos, estatuas, cafés, olores, rostros, fondues, vino, luces, palabras en alemán, francés, inglés, italiano, árabe.
Luego vino el regreso y yo que creía tanto ser un ser sin lugar, una plastilina que se adapta al molde de cualquier niño, sentí como una alegría de ver la costa querida de siempre, el olor a la casa de D..., la inteligencia de N..., el “a pesar de todo” de M..., recorrer la Plaza Independencia…volver a ser lo que fui hace diez días, pero sin embargo, ya sin poder serlo…
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